Por Raúl Fuentes
Voy a ponerles en situación. Imagínense ustedes que todos los días entran en una enorme mole grisácea, fuertemente iluminada con luz artificial aunque en la calle haga un sol radiante. Una vaharada de aire caliente aliñada con toques de “humanidad” y colonias de mil clases les dan la bienvenida a las pituitarias. A la vista solamente grandes imágenes corporativas y largas hileras de cubículos en los que permanecerán estabulados durante largas y tediosas horas, amenizadas por el incesante murmullo de los parloteos, amarrados por la cabeza y oídos mediante un cable en espiral como una suerte de perro a su correa. Y mientras te asignan tu número de serie para la jornada, las tres leyes de la atención bien presentes en tu retina, a saber: Todo gira en torno a la satisfacción del cliente (el que te llama y el que te contrata). El controlador es el “gran hermano” y harás lo que te diga aunque tú no estés formado/a. Tus preferencias no importan; prevalecerán siempre las necesidades del servicio.
No es un párrafo extraído de una novela de Isaac Asimov, aunque se dé un aire. Es la realidad del día a día de los y las teleoperadores/as.